Asfixia

Hoy murió mi gato. Murió al mediodía, mientras le llevaba su almuerzo, uno de una nueva marca que me dijeron que probara, una más barata. Yo creo que se murió a propósito, para no probar esa nueva comida, sí, eso creo, se murió por ese capricho, se murió para ganarme esta batalla, que es una más de todas las que me ha ganado. Maldito gato, ojalá no se hubiera muerto y lo pudiera matar yo mismo… ese gato.

Esta mañana cuando me disponía a salir, el gato no estaba en su lugar de siempre, ronroneando perezoso, como todos los días, sino que me esperaba en la puerta, de pie, o mejor dicho, de patas, mirándome fijamente, desafiándome, como si me advirtiera que algo malo está por llegar; no, peor que eso, como si me amenazara, como si me quisiera decir que esta era la última batalla, la última pelea infantil entre tantas otras, y que la iba a ganar él, ese gato. No sé cómo, pero él sabía que yo iba a cambiar su comida por una más barata, y parecía no estar de acuerdo; en los tres años que había pasado con él nunca se la había cambiado, siempre la misma marca, pero esta situación me tenía en aprietos, el dinero empezaba a escasear, la comida era demasiado cara y no podía seguir pagando por ella, por eso decidí probar algo nuevo, cambiársela. El gato no estaba de acuerdo.

Me lo regaló Lucía después de seis meses desde que empezamos a salir, ella sabía que no me gustaban los gatos, pero insistió en hacerme ese regalo y aún no sé por qué acepté. No me pareció tan mala idea entonces, supuse que quizás no era tan malo como parecía, no era tan malo criar a ese animal, los gatos no eran tan malos, nada era tan malo en realidad. Pero esa fue su forma de invadirme, a través de él, o quizás fue todo al revés, quizás el gato llegó a mí a través de ella, y ella pensaba que. Instrucciones para hacerlo dormir, instrucciones para asearlo, para alimentarlo, alimentarlo, alimentar ese martirio, la marca, la única marca, el berrinche de ella, que era el berrinche del gato. Tres años y esa comida de mierda.

Cuando Lucía y yo dejamos de salir creí que se llevaría el gato consigo, pero por alguna razón quiso que me quedara con él, yo no me negué, se quedó conmigo, o era ella quedándose conmigo a través del él, era que Lucia era su dueña, o era al revés, poco importaba. El gato se quedaba conmigo, y yo aceptaba su estadía como quien acepta una pesada carga porque sabe que no hay otra salida, para evitar algo peor, algo que no conoce. El gato se quedó conmigo. Las instrucciones de Lucía ya las tenía memorizadas, y las odiaba tanto como a ella y al gato, y a la comida esa. El gato se quedó conmigo.

Con el tiempo se fue haciendo dueño de mi casa, tanto o más que yo, teníamos una especie de comunicación que no podría definir, a veces me miraba y se posaba en el sofá y yo sabía que no debía acercarme, a veces él pasaba días fuera de la casa y regresaba de pronto solo para acercarse a que le sirva algo de su comida, y yo no sabía qué es lo que comía afuera en ese tiempo, siendo como era ese gato, y si Lucía lo averiguara… pero el gato era ella, y lo supe el día que fui con Martha a mi casa, el día que estuve con ella en la sala y el gato no dejaba de mirarme, amenazante, y se acercaba y se sentaba en su regazo, y yo no podía sacarlo de allí, porque habría sido algo peor, algo que no se conoce.

Nunca le puse nombre, creo que fue por no apegarme a él, o es posible que sea porque él se llamara como ella, pero para mí solo era “el gato”, “El gato llegó de afuera”, “el gato a las seis de la tarde”, “el gato está durmiendo”, “el gato y su comida de mierda”, “la comida, esa maldita comida”, “ojalá se muriera de una vez ese gato”, “ojalá no se hubiera muerto y lo pudiera matar yo mismo”, “ese gato”. Hoy se murió, fue al mediodía, yo quería escapar, él estaba en el jardín, no respiraba, lucía, yo debía enterrarlo, Lucía solo. Tragedia, comedia, ninguna de las dos, no era el final aún.

Lucía llegó a visitarme a las seis de la tarde, yo ya había enterrado al gato y esperaba no tener que saber de él, esperaba estar equivocado, abrí la puerta. Me visitaba después de varios meses, no quería morir, abrazaba algo, entró a mi sala y se sentó en el sofá, me pidió un vaso de agua, se lo serví, empezó a beberlo, lo dejó a la mitad, me miró, se me acercó, nos besamos, nos recostamos sobre el sofá, empezamos a tocarnos uno al otro, nos desvestimos, nos empezamos a recorrer, Lucía, nos conocimos de nuevo.

Ella se fue llegada la noche, no habíamos dicho nada durante las dos horas que estuvo aquí, se fue y dejó detrás un sabor como el de cualquier día anterior, en esos días en los que los gatos no se mueren, sino que solo joden sentándose en tu sofá y siendo dueños de lo que era tuyo antes. Cuando volví el vaso de agua estaba vacío, no recordaba que Lucía se lo hubiera bebido todo, lo levanté y lo llevé a la cocina. Al regresar a la sala, esos ojos verdes estaban frente a mí nuevamente, mirándome amenazantes, vencedores, dueño del sofá y del vaso de agua, otra vez estaba allí, era distinto, pero sus ojos eran los mismos, era otro gato traído por ella, era el mismo gato, no había notado el momento en que había llegado, acurrucado, en los brazos de Lucía, ronroneando mientras veía todo lo que ella y yo hacíamos, testigo ignorado inicialmente y ahora dueño.

Mi gato murió al mediodía y volvió a vivir a las seis de la tarde, cuando el agua se terminó y la comida fue arrojada a la basura junto con otros desperdicios. Ahora sigue en la sala, descansando tranquilo, mientras yo escribo cuentos en mi cuarto, un poco alejado de todo, huyendo de ese color verde que a veces asfixia.