Cuando despertó

Cuando despertó, no podía abrir los ojos. Todo estaba oscuro, no podía moverse, le pesaba un cuerpo que desconocía en absoluto y que no podía ver, no sabía si estaba echado o sentado. Sentía que estaba despierto pero no sabía por qué, solo podía recordar que antes de eso había estado soñando.

(1)

Se había soñado en el trabajo, en esa oficina de siempre, toda oscura y mohosa, con las ventanas cerradas para evitar que se cuele más smog de afuera, el fluorescente parpadeando y él sirviéndose el café mientras esperaba que llegaran las nueve de la mañana, hora exacta para sentarse en su sitio a revisar los informes de rendimiento de… como todos los lunes, y dejar al lado su taza, a medias, acomodarse los lentes para revisar mejor las cifras del área y beber otro sorbo, poner cara de circunstancia, que era cualquiera, otro sorbo.

Una llamada telefónica media hora después y una conversación de quince minutos, dos días para el día, quince minutos. Se servía otra taza de café y luego revisaba su correo, un proyecto de meses, la conversación con su jefe, la reunión a media mañana, la chica de logística y sus hermosas piernas largas el mediodía, el tiempo de almorzar y no poder acercarse a ella, las horas azules, el fin del refrigerio, los gráficos recibidos, las tablas desnudas, la próxima presentación, más llamadas telefónicas, la hora de salir, treinta minutos de sobretiempo no pagado, las seis de la tarde, la caminata hacia la estación, el microbús, quedarse dormido con el arrullo del tráfico y pasarse hasta el último paradero. Era el invierno.

(2)

Pero había otro sueño, otra realidad, que estuvo antes, más temprano, en la mañana, que era un poco más gris y fría: él, un niño de ocho años, sentado en una vereda, jugando a arrancar un poco de hierba mala del parque, y ahora los pies desnudos y el frío calándole. A veces se abrigaba un pie con el otro y luego cambiaba de posición entre ellos. Cinco monedas de veinte centavos en el bolsillo y la mano derecha extendida esperando recibir alguna más, mientras con la izquierda intentaba limpiarse  la nariz, tan llena de mocos, tan jodida por ese frío de mierda que no lo había dejado en paz toda la mañana, todas las mañanas, y la mano extendida frente a los carros, tan indiferentes, carros que eran como unos señores, como unos robots que solo miraban hacia delante, de esos dibujos que había visto hace tiempo en la televisión.

La piel era un poco azul, la vida era un poco azul, el cielo no tanto, la hora de almorzar nunca era la hora de almorzar, usualmente un pan y un poco de agua, algo de lentejas más tarde, si es que había conseguido suficientes monedas para que su tío se las sirviera. Extrañaba a su padre y a su mano pasándole por la cabeza, salir a jugar con la pelota de trapo, correr por los cerros. Extrañaba a su madre, los desayunos siempre a la misma hora, la leche fresca, el cielo. En cambio aquí la hora de dormir era distinta todos los días, todas las noches, pero siempre era la misma tristeza, que se parecía mucho a eso que todos llamaban costumbre.

(3)

En el tercer sueño era de día y había sol. A su lado estaba Alicia, recostada sobre él, callada. Él la abrazaba y la presionaba contra sí, sabía que todo acabaría pronto. Dos días atrás ambos habían estado de acuerdo en que empezarían a pasar juntos el poco tiempo que quedaba, y este viaje era parte de eso. Sentían el color verde del suelo debajo de ellos, el olor del sol, el sabor del viento, la vista estática por momentos, la música que habían llevado en su reproductor. Se quedaban dormidos y era lo mismo, se hacía de tarde y se iban a almorzar juntos, recordaban la vez que se habían conocido, todo era tan tonto y tan cursi que lo normal habría sido escapar de ahí, pero era Alicia y pronto dejaría de estar allí con él, y la quería tanto, y la abrazaba tanto, y la besaba tanto.

Esa noche se fueron a la cama tarde, habían estado conversando y fumando juntos por horas, mientras ponían por décima vez la misma canción de Bowie, y ella le decía que la cambiara pero él sabía que en realidad Alicia quería seguir escuchándola y la ponía otra vez, once. Eran las once y juntaban sus sabores a cigarro, contenidos en sus lenguas, que se abrazaban y bailaban con la misma canción. Alicia era dos piernas envolviendo dos piernas, era un jadeo y una canción de Ferdinand sonando porque ya no volvieron a repetir la de Bowie, eran unos dientes apretando un edredón y unos gemidos que iban subiendo de volumen. La noche se hacía de día. Mientras Alicia dormía, él miraba por la ventana, las estrellas iban desapareciendo y sonaba Bowie de nuevo.

(…)

Luego todo estaba oscuro. Entonces podía ver las tres vidas juntas, como si estuviera en ellas nuevamente, como si no fueran sueños. Eran tres puertas a las cuales entrar, para volver a despertar, o volver a dormir, tres puertas una al lado de otra con distintas canciones sonando. Avanza hacia la primera puerta, que está entreabierta, se ve dormido en el bus, bastante cansado, el bus se detiene, la canción ya no se escucha, cruza la puerta y se acerca a sí mismo, se ve dormido, la boca abierta, extiende la mano hacia él y la pone sobre su hombro, “ya despierta, Juan”, lo agita cada vez más fuerte, “ya despierta de una vez, estás en el último paradero, debes bajarte, despierta”. De pronto todo se pone borroso y oscuro, y empieza a aclararse, Juan siente que alguien le está tocando el hombro, “ya despierte, joven, está en el último paradero, ya debe bajarse”. Juan reconoce en el tipo que lo está despertando al cobrador del bus, se toma la cara y presiona con sus dedos el entrecejo, “gracias”.

Juan se baja del bus y mira alrededor, reconoce el lugar, está a algunas cuadras de su casa pero no quiere caminar, para el taxi amarillo que pasa y le indica que lo lleve a la cuadra cuatro de Bolognesi. Sube y piensa en el día que tuvo, un poco de la misma rutina de siempre, las piernas de la chica de logística, tenía que averiguar su nombre e invitarla a salir, pero aún no se atrevía a hacerlo. Busca en su casaca la caja de chicles que se compró antes de subir al bus, echa dos pastillas en su mano y las pone rápidamente en su boca, mientras abre la ventana del auto para tomar un poco de aire de la ciudad. Entonces, al mirar las calles y el cielo, se pregunta qué habría pasado si hubiera cruzado alguna de las otras puertas.